Un rostro sin nariz

noviembre 9, 2009 § 1 comentario

Un rostro sin nariz

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Magritte está fumando.

En la esquina de colillas,

Dedos pegajosos.
Porciones de tabaco
Y música para sordos.

Magritte fuma.

El imperceptible instante del acercamiento.

La pipa.

El sabor a madera antigua
Y el rastro de la inspiración.
Burbujas de saliva,
Identidad pasajera.

Hay un retrato de Magritte en esa habitación húmeda.
Una pipa traza esbozos de una nariz.
La nariz de Magritte tiene forma de pipa.

Dos sombras fuman,
en la esquina.

Pero Magritte no está fumando.
Magritte no está.
Las colillas, la hilera de humo.

El espectro de la ausencia.

pasan que cosas

noviembre 4, 2009 § 1 comentario

EXT. NOCHE. 3’20 a.m. PLAYA.

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La radio no funciona y él siempre aprovecha para tocar algunos acordes sin púa. Debería aprender alguna melodía distinta. Re. Siempre Re – La – Sol. Detesto como le miras con esos ojos casi azules. Con esa inocencia discontinua, esa vanidad disfrazada. Pero eso ya no importa. Porque vuele a ser de noche y la arena se vuelve de color púrpura. Aún quedan rastros de risa de la última vez que divagamos por aquí (y de botellas semivacías, y la orina de Gaizka, que nunca sabe cuando parar). Y pienso en cómo pudo ocurrir que el día que nos conocimos, fuera, justamente, tu primer día allí, cómo, tu oportunidad, fuera también la mía. No se si fuiste tu, o tal vez yo el primero. Pero dijimos lo mismo, en esa ausencia de originalidad tímida, de llevarse la mano a la boca y desmenuzar lentamente tus uñas mal pintadas de azul.

– Qué calor

– Sí…qué calor.

Yo solo quería una cerveza. Pero tuviste que preguntarlo. Tuviste que hacerlo y yo solo pude enamorarme de ti. Porque así pasan las cosas que pasan.

– ¿Para llevar?

Sí. No. Si me la llevo me voy. Y si me iba dejaba de ver esa sonrisa insultante, esa pequeña obertura de tus labios que descubría un mundo infinito y que incluso consiguió quitarme la sed. No me apetecía la cerveza, ni el olor a cigarrillo ni el moreno de las chicas guapas ni los estampados floreados. Y de tanto calor empecé a tener frío y a sentir que me iba a convertir en un cucurucho de ese cajón de helados –siempre me gustó el modo en que te agachabas para sacar un polo de limón y subías de nuevo la cabeza, dejando caer los ojos y luego elevándolos, como si se despertara una guerra, para luego entregárselo al niño que no se daba ni cuenta de ese espectáculo de la naturaleza-.

La noche sigue avanzando y todos brindamos antes de que se acabe la botella. Hay rastros de sal en tu hombro y la policía empieza a rastrear la zona. Como si los litros de extracto de lúpulo no hubieran tenido efecto, tenemos la lucidez de levantarnos y dirigirnos corriendo hacia el mar para escondernos. Los demás nos siguen después de ver, a lo lejos, las luces azules de aquellos que nunca dejan que las noches acaben mejor de lo previsto. Hacemos carreras para ver quién cae más rápidamente en el agua y tú siempre ganas. Se que lo haces porque te encanta salpicarme cuando yo aún estoy seco. Siempre supiste como refrescar el calor agotador de un desierto sin oasis y sin gasolineras. Los coches patrulla se dan por vencidos y huyen con sus sirenas, y a ti te sale cola y me cantas al oído. Flotamos sobre las olas mientras los demás inician las peleas de misiles aéreos de arena húmeda. No quiero pensar en la muerte así que seguimos flotando vivos, haciéndonos los muertos encima de una sábana de luz rebotada.

– Uno con cincuenta.

– Sí, un segundo.

Saqué como pude las cuatro monedas de mi bolsillo, sumándolas con el tacto y augurando que no eran suficientes. Mis ochenta y cinco céntimos se quedaron en la barra pegajosa, al lado de las olivas –que siempre pensé que eran gratuitas- y fui corriendo hacia las toallas. Corría como si no soportara la idea de volver allí y que no estuvieras, como cuando abres la puerta al máximo para llegar al contenedor, tirar la basura, y volver corriendo con la torpeza de las zapatillas y volver a entrar sin sacar las llaves. Todo el mundo se bañaba así que rebusqué entre el bolso inmenso de Rebeca y la cartera de Javi. Nada. Finalmente redescubrí dos euros que me quedaban en el bolsillo trasero de mi pantalón, que cada vez tenía más arena que tela. Volví corriendo y ya no estabas. Y en tu lugar había un hombre feo y sudoroso, comiendo cacahuetes con los dedos llenos de babas saladas. Y mis ochenta y cinco céntimos seguían allí y creo que tu perfume (o tu champú) también con ellos. Pagué y me llevé la cerveza. Antes de irme, te buscaba con la mirada y solo veía las ofertas de menús (“hoy, sardinas, ensalada, patatas bravas y bebida, solo por 7’50€”) escritas en tiza roja. Me ardían los pies mientras volvía hacia la toalla pero ya no me importaba. Y entonces tus dedos no podían estar más fríos cuando me rozaste la espalda.

– Ey.

– Hola.

– ¿Me prestas crema solar?

Sostenías ese granizado de fresa como si fuera el mejor premio para una larga jornada laboral y las diagonales cromáticas del sol se escabullían entre tus cabellos.

Nos empezamos a arrugar y nos hemos quedado solos en el agua. El resto se va estirando en posiciones fetales, o de anfibio, a lo largo de la orilla, disfrutando de su momento de paz, como si durante tres minutos, fueran completos desconocidos. Te miro de reojo y sigues tratando de ver la vía láctea. Entonces, sin darme apenas cuenta, vuelves a ser más lista que yo y me agarras de los pies. Pero yo no me enfado porque eres mi tiburón favorito y tanto me da que tus mordiscos siempre dejen huella. Poco a poco salimos del agua. Y a lo lejos aún se ve la barra de bar pegajosa y las sillas metálicas atadas entre sí. Dejamos un rastro de gotas y huellas a lo largo de la orilla y nos estiramos como los demás, para dormirnos y renacer de nuevo con el sol de las seis y luego volver a ser muertos flotantes, vidas líquidas en nuestro castillo de arena.

¿Dónde estoy?

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